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Entre las moscas

 

Hoy hace una semana que no me hablas. No sé porqué estés así conmigo, pero la situación se está tornando insoportable. No me miras, no respondes a mis llamadas ni a mis mensajes; no respondes a mis besos; mis caricias pareciera que no pudieras sentirlas. Cada día eres un poco más fría, un poco más distante, y no sé cómo vaya a terminar esto, aunque en realidad espero que no sea más que una de esas fases negativas por las que pasan todas las parejas que se aman con la intensidad que lo hacemos nosotros. Por más que intento acercarme a ti, sentarme a tu lado, y besar tu frente, tú sólo te quedas mirando el techo, como si ahí estuvieran los restos de nuestro amor.
   No has hecho el aseo semanal, y nuestra habitación se está llenando de moscas. Recuerdo que antes mantenías todo limpio, no había una sola partícula de polvo sobre ningún mueble, pero de un tiempo para acá he notado que ya no te interesa nada, ni siquiera me haces la comida, todo me lo tengo que hacer yo mismo. Tengo que confesarte que extraño mucho tus guisos, tus postres de chocolate, tu comida en general. Decir que extraño las cosas que hacías por el bien de nuestro hogar sería poco comparado con lo que extraño tu calor.
   Antes me mirabas tiernamente, tocabas mi mejilla y besabas mi frente; luego me decías que no dejarías de amarme nunca, que todo estaría bien a pesar de los problemas que teníamos. Que pagaríamos nuestras deudas juntos, y por eso nos casamos. Después hasta conseguiste un trabajo para ayudarme con los gastos de la casa, aunque al poco tiempo lo dejaste y te dedicaste completamente a nuestra morada. Y aunque todas las deudas las creó mi hasta esos momentos infernal ludopatía, me ayudaste a poder sacarla de mi vida. Me acompañaste siempre a las terapias y estuviste firme cuando yo sentía que estaba a punto de recaer en el vicio. Jamás te agradecí por eso, pero sabes que en realidad soy un hombre de muy pocas palabras.
   El tiempo que mi madre estuvo viviendo con nosotros no pusiste ningún pero y seguiste sus órdenes casi con la misma eficacia que yo lo hacía. A veces podía ver la rabia que invadía tu rostro cuando ella te pedía que masajearas sus adoloridos e hinchados pies, mas nunca le mostraste esa ira, pues preferías tragártela y seguir adelante. Después, cuando mi madre murió no te separaste de mí a pesar de lo insoportable que me puse con todos, pudiste entender que ella había sido mi vida entera hasta que tú llegaste, que cuidó de mí y aseguró un futuro para nosotros enviándome a la universidad correcta, y a la carrera correcta.
   Luego, cuando el doctor nos dio la terrible noticia de jamás podría tener hijos porque nací siendo estéril, me vi debastado. En ese momento no pude entenderlo, y lloré mucho. pero tú te mantuviste firme en tu decisión de quedarte a mi lado. Estuviste conmigo esa noche en que pensé que moriría de tristeza, ¿la recuerdas? Estaba sentado en la terraza, y me llevaste una cobija; la pusiste sobre mi espalda y te sentaste a a mi lado, luego me besaste, me abrazaste, lloramos juntos y dijiste que si Dios no había querido mandarnos hijos era por alguna razón, pues él siempre sabe lo que hace. Cuando el sol salió seguíamos abrazados, porque nos amamos.
   Permaneciste a mi lado a pesar de que te dije lo mucho que odio a tu hermana, que cada vez que venía a la casa se quedaba hasta por dos semanas continuas sin querer moverse al menos para recoger su plato de la mesa. Y todo se lo adjudicaba a que estaba muy cansada por el camino que recorrió desde su casa hasta la nuestra. Como si viviera a días de camino de aquí, como si se hubiera venido caminando. Pero entendiste mi odio hacia ella, y al parecer comenzaste a compartir conmigo el sentimiento, pues desde hace mucho no viene, y no quiero ser ave de mal agüero, pero en realidad espero que pase sus últimos días en una cruel y dolorosa agonía.
   Poco a poco te fuiste acostumbrando a mi mal humor por las mañanas. A saber a qué hora me levanto para ir a trabajar, para así levantarte más temprano a prepararme la ducha, el desayuno y la ropa que he de ponerme para ir a realizar mis labores. No sabes el gusto que me daba regresar a casa y encontrarte recién bañada y perfumada con ese olor a durazno que sabes que me vuelve loco, acompañando todo eso con una elegante comida siempre tan sabrosa y nutritiva.
   Pero desde hace una semana no contestas, sigues en silencio. Tu piel se ha vuelto fría, tu mirada distante y tu actitud insoportable. Todo lo tengo que hacer solo en esta casa. Ya no aguanto estas malditas moscas que siempre te rodean, pues ya ni siquiera quieres bañarte, por eso una intensa cortina de olor putrefacto siempre te acompaña. Ya no sé si seguir a tu lado, en verdad no te soporto más, primero amenazas con dejarme y ahora estás en las peores condiciones por las que puede pasar un ser humano.
   Pensándolo bien, no puedo estar más aquí contigo. Cuando dijiste que te marchabas debí dejarte hacerlo, no mover siquiera un dedo habría sido lo mejor. Pero, ¿cómo podía hacerlo? Amor mío, estás radiante, hermosa; mírate, te ves casi tan bien como antes de que te matara. Y ahora debo pedirte perdón, pues nunca te dejaré. Nos quedaremos en esta cama abrazados, juntos para siempre.

-Roberto Félix G.-

Ramito de violetas

 

Y ahí estaba yo, sentado en esa banca; esperando el momento en el que ella saldría por debajo de ese extraño marco de madera que adorna esa puerta, la de aquel relativamente viejo salón de baile. Esperando a que ella ahuyentara a mi desesperada soledad. Lunes, miércoles y viernes, exactamente a las 8:37pm, ni un minuto más ni un minuto menos, ella sale de sus clases de danza árabe y espera al colectivo en la misma banca que yo. Y cada una de esas noches, desde hace  exactamente dos meses, yo la espero en la misma parada de autobús, sentado en la misma banca fría, conservando la misma pose, y sí, con la misma cara de imbécil esperando que ella voltee y me mire. Pero en esta ocasión todo es diferente.  Lleva ya veinte minutos de retraso. Veintiuno; y las violetas del ramito que compré para presentarme ante ella comienzan a marchitarse entre mis ansiosas manos.
   Millones de cosas pasan por mi cabeza, pues hasta hace dos meses yo andaba por el mundo caminando solitario, pensando que jamás me recuperaría de aquel golpe de infidelidad que me propinó, exactamente hace ya seis meses, aquella ex novia, esa con la que incluso llegué a compartir mi casa. Mi universo se derrumbó en el momento en el que, después de pasar a la florería a comprarle a mi entonces novia un ramito de violetas, entré a esa casa, nuestra casa. Subí corriendo las escaleras hasta llegar a la habitación, nuestra habitación, y encontré a esa mujer, mi mujer, vestida solamente con mi camiseta del Real Madrid, saltando alegremente sobre el regazo de algún jardinero latino o repartidor de pizzas desconocido. No dije una sola palabra. Solamente comencé a hacer mi maleta, tomé mis cosas y bañado en lágrimas salí del lugar. El ramo de violetas quedó tirado en la entrada de la habitación, su habitación.
   Tiempo después, exactamente dos días, mi ex novia llegó a mi antigua casa, la casa de mi madre, mi casa, y con la cara empapada se arrodilló ante mí y suplicó mi perdón, pero ya era demasiado tarde, pues todo el amor que había sentido por ella fue expulsado de mi corazón, al igual que el vómito lleno de licor salió por mi boca la misma noche de su traición. Lo único malo de no haberla perdonado es que jamás me regresó esa camiseta del Real Madrid… aunque bueno, no es tan malo, desde entonces no puedo ver los dorsales de Cristiano Ronaldo sin ponerme a llorar.
   Pero ahora no se trata de mi ex novia ni de mi madre, se trata de una chica a la que ni siquiera conozco. Una mujer tan radiante que me hizo olvidar de golpe todos los amores de mi vida; desde la niña de la primaria a la que nunca había podido hablarle por pena, y cuando por fin reuní el suficiente valor para poder hacerlo, fue para decirle que sus zapatos eran feos; hasta la profesora de inglés de la secundaria que, al terminar yo de recitar un poema del día de las madres me besó la mejilla, provocándome una tremenda erección, misma que sería seguida por las burlas de toda la escuela; alrededor de  ochocientos noventa y siete personas, entre maestros, alumnos, conserjes y padres de familia no dejaban  de reírse al verme la entrepierna. Incluso mi madre reía. En fin, como dije antes, esta vez no se trata de nadie más que de esa chica nueva. O bueno, al menos nueva para mí.
   La sensación que tuve la primera vez que la miré fue como la primera vez que escuché a los Beatles, sólo que duplicada y elevada a miles de potencias. Fue mucho mejor que encontrarse una billetera llena de dinero sin credenciales que te hagan sentir culpable para hacerte regresarla a su dueño. Como el momento en el que estás suspendido en el aire después de haber conectado el balón de chilena, y miras cómo éste se dirige a un punto inalcanzable para cualquier portero. Y, ya por poner un ejemplo más, fue como sacar un impresionante solo de guitarra frente a millones de personas coreando tu nombre… bueno, como quiera que eso se sienta.
   El punto es que, hace exactamente dos meses, a las 8:37pm, al mirar a esta chica me enamoré profundamente de ella. Lo único que quiero hacer desde entonces es pararme frente a su ser, preguntarle su nombre, mencionarle el mío y decirle lo mucho que la admiro. Espero, realmente, alcanzar a decir todo esto antes de que saque de su bolso algún rociador de gas pimienta, o en el peor de los casos una pistola eléctrica. Espero al menos alcanzar a mirar a una corta distancia esos preciosos ojos claros; y su cabello oscuro enmarcando su pálida piel, y su escultural cuerpo en esas prendas entalladas de licra negra.
   Y como ya mencioné antes, lleva ya veintiún minutos de retraso. Veintidós. No dejan de pasar por mi cabeza las locas ideas de que tal vez no vino hoy, o que tuvo que salir más temprano debido a la llamada de un vecino que le avisó que su pequeño chihuahua tuvo un accidente en su moto en miniatura, o peor aún: en su avioneta miniatura. En caso de que no la encontrara esa noche, ¿qué le diría a mi madre si me mira llegar con un ramo de violetas frescas? No sabría qué decirle en verdad, y eso me tiene muy atemorizado; más aún, porque le dije que me pagaban hasta la siguiente semana y no le di el dinero para justificar mi estancia en casa. Las violetas no son tan caras como las rosas, pero tampoco las regalan. Eso de que es un regalo del día de las madres atrasado no me lo creo ni yo mismo.
   Se escuchan aplausos provenientes del relativamente viejo salón de baile. Las puertas se abren. El salón vomita un montón de muchachas vestidas con licra negra y diferentes colores de pareos. Busco con la mirada a mi chica. Mis ojos se topan con varios rostros, algunos morenos, algunos pecosos, otros delgados y unos cuantos más con forma de pera, pero ninguno es el de ella. Ya que todas las mujeres terminaron de salir siento que mi estancia en ese lugar es igual de inútil que un condón en una iglesia… bueno, mi presencia en este caso sí es inútil.
   La misma banca, la misma pose, la misma cara de idiota, pero esta vez la hora es diferente; son las 9:06pm. Veintinueve minutos de retraso, pero la espera ha valido la pena. Mi chica es la última en salir. Es entonces que camino hacia ella, con mi cara de idiota en su máxima potencia y mi ramito de violetas aún erguido en mis manos. Ella está a menos de dos metros de mí. No puedo describir con palabras lo que siento de verla ahí, tan tranquila, tan hermosa. Tan hablando por teléfono.
   -Hola. Silencio.
   Bueno, ¿está llamando por teléfono, no?, cualquier persona no respondería a otra mientras habla por teléfono. Lo único que me queda es esperar a que termine de hacerlo. Mi reloj marca las 9:07pm. Ella por fin deja de hablarle al artefacto electrónico. Es entonces que en mi cabeza, puedo asegurarles, ha comenzado a sonar la quinta sinfonía de Beethoven.
   -Hola.
   -Hola, ¿te conozco?
   -No, por eso estoy aquí. Me llamo…
   -¡Hola, amor!
   Entonces ella aparta de mí su mirada y la posa sobre un tipo que llega a mis espaldas.
   Mi cara de idiota se queda congelada. Hay una voz conocida que grita “¡mi vida!” Poco a poco volteo y mi universo vuelve a derrumbarse: es el jardinero latino o repartidor de pizzas desconocido. Y tardé un poco en reconocerlo, pues con ropa se ve muy diferente.
   El jardinero latino o repartidor de pizzas desconocido la abraza por la cintura y ella salta para alcanzar sus labios. La chica voltea hacia mí.
   -Perdón, ¿qué decías?
   Silencio. Mi cara está completamente congelada. No sé qué hacer en esos momentos.
   -¿Hola?
   Silencio. Las caras de ambos se ven extrañadas.
   -¿Lo conoces?
   Silencio. No puedo mover ni un músculo, y un líquido cálido corre por mi pierna derecha.
   -No, vámonos.
   Silencio. Se alejan, y al pasar unos segundos se escuchan unas fuertes carcajadas.
   Por fin puedo moverme, salí del shock para ver mi reloj. Son las 11:20pm. Llevo dos horas y dieciséis minutos parado en este lugar con los pantalones meados.
   La misma pose, diferente hora, la misma cara de idiota, diferente sensación de desilusión, el mismo clima, diferente humedad, el mismo ramito de violetas.

 

-Roberto Félix G.-

La Guerra Fría



Todos los días es lo mismo: se enlistan defectos al aire, vuelan insultos libremente y sus madres, aunque no estaban presentes, salen agraviadas. Ellos no se soportan, ya no pueden ni verse. Ella ya no deja que él duerma a su lado; él le avienta con lo primero que se pose sobre su mano. Ella le tira el café sobre las piernas, y él orina los bordes del excusado. Trastes y vasos tiemblan de miedo cuando sus miradas se cruzan; cada vez que eso pasa comienza una nueva batalla campal. Si las paredes hablaran dirían “¡basta!”, al igual que la pobre puerta, que tras cada pelea espera el fuerte golpe que se dará contra su propio marco. Pero por alguna extraña razón la batalla ha terminado…  y comienza la guerra fría.
   La casa está ahora muy tranquila, demasiado, podría decirse. Los trastes, las paredes, las puertas, todo se encuentra en paz, esa paz tan aburrida como cuarto de hospital. El entorno pacífico de la morada ha comenzado a bajar la temperatura de la misma. Prácticamente se pueden ver pedazos de hielo colgando del techo, y una fina capa de polvo se ha mudado a la plataforma de la mesa. Ni siquiera se empañan los cristales de las ventanas, pareciera que no hay vida en esa casa. Si observáramos la residencia desde afuera, nos regalaría una foto del tan odiado abandono, una postal de castillo medieval.
   De entre la oscuridad de la habitación sale entonces una sombra pequeña y de silueta femenina. Prepara un sándwich con una velocidad que envidiarían los mejores chefs del mundo, y se sienta a comérselo en la mesa. Nada la perturba, nada la distrae. Sus ojos ya están secos de tanto haber llorado, y su boca, reseca por la falta de otros labios, se encuentra quebrada por el olvido. Su vista apunta hacia el suelo, y aunque no hay nada que verle, aparte de las manchas que ha dejado el tiempo, no le desprende la mirada. No escucha cuando los grillos anuncian la llegada de la noche ni al gallo presentando la mañana, mucho menos a su cónyuge olvidado. Su cabello se ha convertido en la triste parodia de un nido de aves, y su voz en la anfitriona que sin avisar abandonó la fiesta.
   Fuera de las características físicas que describen a la mujer, se puede percibir que por dentro se encuentra muerta. Se acabaron las mañanas en las que despertaba felizmente al lado de ese hombre que tanto amaba, y éste, aún extasiado, le besaba la frente tan sólo para después decirle que nada más que a ella necesitaba. Las caminatas por la orilla de la playa se convirtieron en un festín de cigarrillos al borde de la exageración. No hay para ella más príncipes azules montando finos caballos, pues ese hijo de la realeza se convirtió en el cruel hijo de puta que a su corazón ha asesinado. Hace ya mucho tiempo que ella se despidió del amor y del cariño, y su problema es que, por una parte, no se dio cuenta del momento en el que el primero se tiró por la borda, y, por otra, la rutina se encargó de asfixiar silenciosamente al segundo.
   Mientras todo eso pasa dentro de la fémina, el varón sufre por la frialdad de ésta. Se sienta justo enfrente de su concubina, pero con nada puede lograr atraer su atención. No sabe cómo hacer para que ella pose sobre él su mirada. Ya ni la poesía ni la música ni el arte en general ha servido para ayudarle a cumplir su propósito. Se le olvidaron los poemas con los que logró conquistarla. La revolución interna de la dama logró destruir la soberanía que, con mucho tiempo y esfuerzo, éste logró para entrar en su corazón. Ya no pinta más que paisajes fúnebres en los que ambos brillan por su ausencia. Las melodías que solían tocarse con tanto amor ya no se atreven ni a mirarse. Los recuerdos de la perfecta y hermosa princesa se han desvanecido como el polvo al viento; ella no quiere ser más su completa adoración.
   Cada sentimiento encontrado en el fondo del baúl de sus dolores se ha vuelto más notable cada vez gracias a su aspecto físico. Si tuviera que compararlo con un continente sería con África, aunque mucho más desdichado y con menos esperanzas de encontrar no sólo la paz sino también el futuro. Sus ojos han dejado tirado en algún lugar desconocido su antes característico brillo; su mirada está escondida detrás de una máscara de cruel y falsa indiferencia; su peso ya no concuerda con su estatura, pues con tanto frío en la casa ni cuenta se da de los desesperados gritos que arroja su atormentado estómago; su cabello casi roza sus hombros, esto solamente cuando no se enreda con su descuidada barba.
   El momento que tanto platos, vasos, adornos y hasta botellas han temido por fin ha llegado. A no más de un metro que mide de largo la mesa las miradas de la pareja se entrelazan, consiguiendo así un momento de insufrible tensión. Pueden ver el uno en el otro hasta el cambio de tamaño de su iris cada vez que la poca luz en éstas se posa. Se escuchan incluso el palpitar de cada corazón; al principio a un ritmo lento, pero poco a poco se convierte en la insoportable música producida por las percusiones más rápidas y salvajes. Y como si tuvieran de fondo la novena de Beethoven, sus respiraciones se aceleran. De pronto, de entre los labios de la fémina se ve una ligera palabra que quiere destruir el silencio, mas esto sólo hasta que la indiferencia de cada uno regresa de su viaje, y los hace recordar que no se hablan. Apenas pasaron unos tres segundos en los que sus ojos se posaron sobre los ojos del otro.
   Por la noche, después de ese incómodo momento, el hombre exige dormir en su cama, y así lo hace. Meses tenían ya sin dormir juntos. Ya ni la silueta del varón se alcanza a percibir en una cama completamente bajo el control de la fémina. Al igual que en la mesa, menos de un metro los separa. Las horas pasan y los cuerpos se cansan de estar con la espalda pegada a la cama, pero ninguno se mueve, temiendo están por la explosión de las minas regadas por los dos sobre la superficie del colchón. Entonces, sin palabras, se avisan que se moverán, y, aunque no lo demuestran, tras quedar frente a frente los nervios de ambos explotan frecuentemente. Una mirada de furia les sale debajo del ceño, y cuando todo el escenario parecía prepararse para la nueva batalla, el hielo ganó la partida; ambos solamente cierran los ojos; por el momento no queda más que dormir.
   A la mañana siguiente, muy temprano, la mujer ya no aguanta más, decide marcharse de casa, dejar a su pareja inundada en lágrimas que nunca cesarán. Si de algo ha pecado el varón ha sido de indiferencia, pues de haber puesto palabras en los oídos de la dama, ésta se habría quedado a su lado; ellos, aunque no se lo demuestran, todavía se aman. El orgullo, tercero en la discordia, ha terminado por ser más fuerte que ambos. Ya no quedaron más cosas qué decir, y la ropa femenina ya estaba lista para el viaje que ella se disponía a realizar con la maleta.
   En un instante impensable, los dos se enfrentan por la parte interior de la puerta, y ésta, como gritando de miedo, rechinó para avisar que era la última oportunidad que tenían de conversar. Entonces es que recuerdan el idioma que, desde que eran novios, se encargaron de aprender; ese que es sin palabras, sin movimientos ni gestos, que simplemente parece telepatía. Pero ya sea por el orgullo, que hizo la función de mal consejero, por la ira, que aunque se presentaba poco lo hacía con fuerza, o por la estupidez, que se posee en grandes cantidades durante la juventud, ninguna palabra salió de entre los labios de la pareja. Cada letra que pensó en decir se quedó encadenada a la garganta del hombre; y cada palabra que se esperó escuchar, terminó por desilusionar a los oídos de la mujer.
   La todavía adorada musa se llevó una maleta llena de ropa, pero dejó otra llena de dolor; sacó por la puerta principal su cuerpo, pero jamás salió del corazón del varón; se llevó más que una presencia en la mesa, pues con ella se fueron la felicidad, la alegría y el calor que él tanto ha extrañado; un día como tantos se convirtió en el día más triste de su vida, una noche cualquiera se volvió en la última que pasó junto a ella. En la casa no queda más que vacío, más que el eterno silencio que ahora guardan tanto muebles, trastes, paredes y puertas en solidaridad con su dueño.
   A él sólo le espera la ruina. Posiblemente atará una cuerda a una viga del techo y se la pondrá de collar; o hará un coctel de pastillas para jamás despertar; o tal vez acariciará sus muñecas con el filo de un cuchillo para desvanecerse lentamente; en fin, hay muchas alternativas para verse a los ojos con la muerte. Para este desgraciado por voluntad y cobardía no hay un final diferente a morir por su propia mano. Solamente queda escoger del amplio catalogo la manera más creativa de hacerlo. Y todo por no hacerle caso a su corazón… y todo por no terminar a tiempo la guerra fría.

-Roberto Félix G.-

El Conejo en la Luna

 

Bajo la luz de la luna la miró por primera vez. Aquella oscura noche de otoño fue la más recordada por aquel joven que, pasando frente a sus incrédulos ojos, encontró a la mujer más hermosa. No pudo dejar de pensar en ella desde entonces. A pesar de no saber ni el nombre de aquella bella dama se enamoró perdidamente, pero el haberla mirado pasar en ese elegante carruaje le hacía notar que se trataba de una mujer de la alta sociedad. Era tan sublime la muchacha que ni en sueños la pudo haber imaginado. Era un ángel de cabellos dorados y rizados, con una delicada piel de nieve y unos ojos tan grandes y azules como el cielo, armada con una enorme y perlada sonrisa y un cuerpo que, a pesar de su corta edad, sería envidiado hasta por las más bellas sirenas que habitan en el fondo del mar.
            Al no contar con riquezas ni bienes que lo acomodaran en una buena posición, tanto económica como social, se dio por vencido y decidió no hacer nada por el momento. Pero una vez que se dio cuenta de que ella sonreía cada vez que él pasaba a su lado se dispuso a conquistarla, utilizando para ello un arma que es más poderosa que todo el dinero, pero al parecer menos efectiva: su poesía. En tan solo unos meses se metió en el extraño y bello mundo de la codiciada mujer, convirtiéndose poco a poco en su sirviente y tiempo después en su amigo y confidente. “Ella es inalcanzable desde tu posición; tú eres tan solo un lacayo y ella es una princesa”, le decían al verlo cargando humildes regalos para su amada, pero a él no le importaba, pues ella se veía atrapada cada vez más entre los versos y cartas de su humilde enamorado.
            Al pasar de los años, la joven doncella dejó de mostrar su perlada sonrisa, su rostro dejó atrás la inocente juventud y perdió el hermoso brillo que caracterizaba sus ojos; a pesar de estar de él muy enamorada, ya estaba harta de las supuestas migajas que le entregaba su enamorado lacayo. Poco a poco se fue  olvidando lo hermoso que es amar, metiéndose cada vez más entre la falsa sociedad que, aunque no la obligaba, la invitaba cada vez con más frecuencia a unir su vida con alguien de su misma posición. A pesar de no ser ya una persona de carácter flexible, no quería lastimar al ser que le había ocasionado tantas carcajadas y que en más de una ocasión hizo que sus mejillas se ruborizaban.
            Aquella hermosa mujer con presencia angelical decidió entonces, entre su desesperación, mandar a su enamorado al pueblo vecino a conseguirle objetos que para nada le servían, simples caprichos. Para ganar más tiempo y gastarlo en pensar, le ordenó que se fuera caminando, alegando que ningún caballo se encontraba en condiciones de viajar, y éste obedeció, prometiendo que al regresar se casaría con ella y se la llevaría a vivir a una casa que, desde mucho tiempo atrás, se encontraba construyendo con sus propias manos.
            Al regresar, una oscura noche de otoño, se enteró de una terrible noticia: su amada se encontraba comprometida con algún poderoso conde proveniente del viejo continente. No podía creer que eso fuera cierto, pues ella había jurado guardar un amor eterno hacia el humilde muchacho. Llegó entonces hasta las puertas del palacio, y al ver salir de entre ellas un carruaje con su amada mujer sujetada al brazo del poderoso conde, en aquel cansado rostro de campesino las lágrimas no tardaron en hacerse presentes. “¿Cómo podía ser posible que ella me haya olvidado?”, se preguntaba noche tras noche.
            Una tarde, harto de la incertidumbre, le mandó una carta a su amada donde la invitaba a platicar por la noche a la orilla del mar. Una vez que estuvo frente a ella no pudo contener las lágrimas. “¿Realmente lo amas?”, le preguntaba en repetidas ocasiones, y la mujer, con un gesto de impresionante frialdad, solamente lo miraba. Pero el hielo se rompió, y de repente, cuando las lágrimas casi se hacían ver en el rostro de la doncella, le confesó no estar enamorada del conde, sino de él, pero que estaba harta de no tener más que solamente un amor secreto; que las riquezas, los lujos y el poder eran algo realmente importante para ella. “Entonces, ¿para que tú y yo estemos juntos tengo que ser una persona adinerada?”, le preguntó el hombre con el corazón completamente destrozado. La mujer, al voltear a ver la luna no quiso dar oportunidad alguna y le aseguró que no, que para que ellos estuvieran juntos él tenía que bajarle el conejo de la luna, y solamente con eso podría estar a su lado. Dicho esto, la doncella se quedó un poco más tranquila, al pensar que la tarea que le impuso sería imposible de cumplir.
            El hombre quedó estupefacto, pero no dudó ni un poco en ir a bajar al curioso animal del enorme satélite plateado. Corriendo llegó al límite de la arena, que tenía como fondo a la hermosa y majestuosa luna. Sin siquiera pensarlo se lanzó a las heladas aguas y comenzó a nadar con dirección al final del horizonte, luchando contra las olas, hasta que se difuminó entre ellas. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, la soberbia dama no podía creer lo que su enamorado trataba de hacer. Se quedó mirando hacia donde se junta el mar con el cielo, esperando que la tarea impuesta por su prepotencia no le resultara fatal a su eterno enamorado.
            No podía dejar de buscar con la mirada al hombre que tanto amaba. Entre lágrimas y desesperación la mujer se volvió loca de arrepentimiento. Desde esa noche jamás se separó de la orilla de la playa; se volvió ciega de tanto llorar, de tanto ver el sol y la luna, sintió el hambre como nunca la había sentido en su vida, su piel de nieve se derritió dando paso a una gruesa capa escarlata. A pesar de ser buscada nunca fue reconocida por los desesperados sirvientes que mandaban tanto su padre como su prometido. Se quedó ahí, esperando que en cualquier momento el hombre regresara y, aunque no trajera consigo al conejo, uniría con él su vida, pero nunca pasó, y ella murió seca, triste y arrepentida.



-Roberto Félix G.-

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